A pesar de ser consciente de todo a cada momento y conservar su inteligencia intacta, se enreda en hilos invisibles que ella misma teje en los desvelos de Penélope que espera a Ulises -aunque éste no ha de volver-, cortándole la respiración de espectadora pegada a un cristal que no es capaz de romper para intervenir en nada de lo que en su vida acontece.
Igual que al principio no va a construir una vida junto a él y las pocas caricias que él dejó caer como un barman sirviendo un cubata cualquier sábado por la noche, han emigrado quizá también a la Guerra de Troya. No puede sin embargo vencer el sentimiento que la hace diminuta, ni la condena sin posibilidad de condicional que ejerce la tela de araña en que se haya atornillada.
¿Qué hacer con ese amor que ha tenido desde que lo conoció y ahora yace inútil entre las entrañas que se abrían para recibir su sexo?
Ese amor enfermizo que aún perdura y ese sexo asimétrico que se ha marchado se conjugan para alargar sus noches y no dar descanso. Para ser sólo espectadora de su vida tras el cristal y de las manecillas del reloj de su cuarto que se juntan y se separan mecánicas como la relación cuando fue, pero ya dejó de ser.
La araña se regodea con la presa y la seca poco a poco, lentamente, como un árbol que se deshoja en otoño.