Hace sol, pero hace frío, es invierno. Se puede contemplar el sol y un hermoso cielo azul con girones de nube blanco algodón. He salido a la calle y me he parado en una puerta cualquiera de la ciudad a fumar un cigarrillo. Yo no fumo, pero hoy me apetecía, y al detenerme a contemplar el sol lamiendo un edificio con las manos enfriándose mientras fumaba, me acordé de los tiempos del instituto, sin más preocupaciones que apurar el humo y alguna chuleta. Aquellos primeros cigarrillos imaginándonos un poco más mayores; creyéndonos seres invulnerables a la nicotina y todas esas sustancias, al humo recorriendo nuestros pulmones. El tabaco en nuestra adolescencia tiene toda una mitología.
En "Y decirte alguna estupidez, por ejemplo, te quiero", el protagonista
se enamoraba de una chica de su clase que afirmaba que con cada
cigarrillo perdía siete minutos de vida y fumaba porque
repudiaba su vida y quería terminar pronto con ella, aunque fuera de
mentira. Hoy me acordé de esos siete minutos que he tirado a la basura, o
al vertedero de "Momo", mientras contemplaba la belleza de la vida en
toda su magnitud. En una magnitud que me hacía sentir pequeño, pero no
frágil, y afortunado de poder vivir y saber disfrutar de esta
instantánea de mi ciudad, que nadie más se habrá parado a observar.
Con el humo alrededor de mi haciendo requiebros imposibles; esta costumbre no olvidada pero si rezagada en mi memoria, me ha traído imágenes de "Mi viejo barrio", del de la canción de La Unión, (grandioso saxo) y del de verdad, el de mi adolescencia, en el que hace muchos años que no vivo y que ha cambiado hasta hacerse irreconocible. En aquellos tiempos de la reconversión industrial haciendo estragos. Es curioso lo que uno puede recordar a veces, mi barrio era un sitio mágico y donde la mayor parte de la gente vivía razonablemente bien, sin embargo lo que más recuerdo ahora son a aquellos niños perdidos que no encontraban empleo y se ponían en fila en el puerto, para intentar ser elegidos por un capataz irascible que no conocía el comodín de la llamada, donde los parados habitaban perpetuamente los bares con un chato de tinto, los yonquis se pinchaban (a veces a la vista de todos, porque podía más el mono), los punkies esnifaban cola, algunas casadas recibían su ración de ostias en la intimidad de su casa y se quedaban en la cama durante días y nosotros que éramos abandonados por la niñez, decidíamos esconder todos los balones para perseguir chicas que nunca nos miraban, mientras nos explotábamos el acné y aprendíamos a fumar.
A mi el acné me dejó algunas marcas en la cara y la adolescencia en el alma.
Posdata: He estado pensando en si hacer de esta dos entradas, una sobre el primer cigarrillo y otra sobre mi viejo barrio, puesto que aquel lugar podría darme para una buena entrada, pero como no sé si encontraría tiempo para hacerlo he dejado esto tal cual lo he parido. Si en algún momento saco la motivación daré cuenta de ello. Espero como siempre sepan disfrutarlo.